Imagen: La zona mileurista |
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V
Sin rostro humano, el liberalismo es salvaje. No hay lugar para subvenciones, para ayudas públicas, para estímulos económicos. Anatema contra el proteccionismo. Producimos en Bangladesh para vender en Londres, en Boston, en Madrid, en Lisboa, en Pozoblanco. Adaptarse o morir.
El mercado manda. Debemos decir adios, por ejemplo, a la regulación de los mercados agrarios europeos a través de los precios de intervención. Matándolos o dejándolos morir, da igual. Era un mecanismo que funcionaba como un reloj pero que debemos eliminar por rancio, por añejo, por antiliberal. Y porque así, quizá los grandes capitales se hagan cada día más grandes especulando con las producciones agrarias de la próxima década, con el hambre del futuro.
Otra vez nos la colaron.
VI
Con lo rápido que cantaron la muerte de la utopía comunista, hay que ver lo que estamos tardando en expresar lo evidente: la crisis ha demostrado que el neoliberalismo nunca funcionó como sistema global. Que no es que haya muerto: es que siempre fue un zombi.
Y aún así, aquí seguimos. Defendiendo malamente el precio de la leche, del aceite o del jamón ante el dominio absoluto de quienes mandan en el mercado, las grandes cadenas distribuidoras. Porque el liberalismo nos enseñó que los poderes públicos deben dejar que los mercados se autorregulen.
Sin embargo, cuando el recalentamiento de los mercados hace estallar el sistema, papá Estado debe acudir para salvarlo. Por el bien de todos, eso sí. Y entre todos estamos pagando la mala gestión de unas entidades privadas que no estaban muy lejos de donde se originó la crisis, los bancos. Y estamos quitando presupuesto a la sanidad o a la educación pública para favorecer negocios privados con servicios básicos. Y rebajamos impuestos a esos grandes mecanismos "generadores de riqueza" que fabrican ropa de mala calidad en los suburbios de Bangladesh. Y para ello, tenemos que soportar que nosotros paguemos cada día más, por ejemplo a través del IVA con el que cargan esos productos de mierda fabricados por esclavos para ofrecer grandes beneficios a una pandilla de sinvergüenzas. Perdón, esos bienes y servicios que nos proporcionan emprendedores neoliberales líderes en la internacionalización de nuestra economía quería decir, por supuesto.
Nos la están colando por encima de nuestras posibilidades.
VII
Mientras nosotros mismos sigamos tragándonos que murió la utopía revolucionaria y aceptando un falso liberalismo sin rostro humano, me temo que las cosas cambiarán muy poco. Mientras aceptamos que el mercado sea el único regulador para lo que les interesa a algunos, pero contribuyamos al sostenimiento de la base más especulativa del sistema (¡que ayudamos a los bancos! ¡que les estamos dando nuestro dinero! ¡No a ningún generador de riqueza, sino directamente a los especuladores! ¡Mientras no tenemos para mantener las pensiones, la sanidad o la educación pública, nos dicen!), mal nos irá.
Porque no conviene olvidar que la economía sirve para decidir quién come y quién no come. Y que las personas inteligentes no son esos -pongamos por caso, historiadores- que llenan sus escritos de palabros incomprensibles para la mayoría, de rebuscadas citas de autoridad con las que pretenden demostrar su supuesta superioridad intelectual, deslumbrar a los no iniciados, darse pisto en definitiva. Mi experiencia, al menos, me lleva a confiar más en quien más fácil y directamente me cuenta sus ideas. Y a desconfiar absolutamente de quienes, esgrimiendo la lógica ultraliberal, niegan la regulación de los mercados agrarios mientras callan o admiten como necesarios los rescates a la banca pagados con el dinero de todos; levantan la voz contra el pago de impuestos mientras reclaman que el dinero público no sólo pague servicios públicos, sino también otros privatizados; nos desconciertan vociferando contra el intervencionismo estatal en la economía mientras reclaman la financiación pública de aquello que directamente les interesa. En eso ha quedado la coherencia de la mayoría de los gurús del neoliberalismo.
Quizá alguna vez nos tocará preguntarnos: ¿quiénes son los que deciden quién come y quién no? Más que nada, por si en lugar de mantenerlos y dejarnos engañar se nos ocurriera pedirles algún tipo de responsabilidad. O, al menos, exigirles un mínimo de coherencia.
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