Vista general del castillo. Foto: www.andalucia.org |
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Desde el propio momento
de su construcción, el castillo renacentista levantado por los Sotomayor en la
antigua Gahete adquirió tal protagonismo que, en muy poco tiempo, el pueblo
llegaría a asimilar el nuevo nombre de la población: la del bello castillo, Belalcázar.
La imponente presencia de su torre del homenaje, que con 47 metros de altura es
la más alta de la Península Ibérica, y su cuidado diseño hacen que todavía hoy
sea uno de los conjuntos monumentales más admirados de nuestra comarca. No en
vano, en la encuesta realizada por la web Solienses hace ya una década, el
castillo de Belalcázar resultó ser, en opinión de los encuestados, el monumento
más representativo de la comarca de Los Pedroches.
Sin embargo, cuando se
levantó esta fortaleza señorial Belalcázar ya tenía una larga historia. Félix
Hernández demostró de forma incuestionable hace años la identificación entre la
musulmana Gafiq, la medieval Gahete y la moderna Belalcázar. Y, refiriéndonos al castillo, su larga historia también
fue destacada en el trabajo al que Alberto León dio el significativo título de
“Las fortalezas de Belalcázar”. Porque, efectivamente, el castillo del siglo XV
no es más que una construcción, realizada a su vez en diferentes fases,
superpuesta a una gran fortificación que tiene su origen en época andalusí: la alcazaba de Gafiq.
El cerro en el que se
asienta la fortaleza tiene un gran valor estratégico, al formar el arroyo
Caganchas un foso natural que facilita la defensa de este enclave elevado. Y
allí estaba situada la antigua alcazaba de Gafiq,
que alcanzó una gran importancia en el sistema defensivo de al-Andalus entre los siglos IX y XIII. No
en vano, Gafiq fue durante el califato la capital de la provincia de Fahs al-Ballut, y a partir del siglo XI
uno de los más importantes enclaves defensivos musulmanes en una frontera
frecuentemente atacada desde el norte. En este sentido, resulta significativo
que tras la conquista cristiana se cite a Gahete como “villa e castillo”,
resaltando de esta forma la importancia de este núcleo de población y también
el valor estratégico de su fortificación. Desgraciadamente, la falta de
excavaciones arqueológicas no nos permite conocer cómo era esta antigua fortaleza,
que terminaría siendo parcialmente demolida a mediados del siglo XV para
construir en su interior el castillo de Belalcázar.
Tras la señorialización
de Gahete en 1444, los nuevos señores se plantearon construir un gran castillo en
el solar de la antigua alcazaba. Sabemos que la obra fue lenta, encontrándose
aún en ejecución en 1464. Al diseñarse el edificio se pretendió utilizar una
planta regular, aunque tuvo que ser necesariamente adaptada a la topografía del
cerro en el que se sitúa. Con torres en sus esquinas y en el centro de los
paños de la muralla exterior, el recinto interior se articula como un gran
espacio o plaza abierta en la que se levanta, como parte principal de toda la
construcción, la torre del homenaje. Sus altos muros exteriores, sin otro vano en
un primer momento que la puerta de acceso en el lado norte, ofrecían una
impresión clara de construcción defensiva.
Los estudios realizados
por A. León nos indican que el castillo fue construido al menos en dos fases
sucesivas durante la segunda mitad del siglo XV. El diseño original se
corresponde con la estructura típica de las construcciones defensivas
castellanas del siglo XV. La segunda fase, posiblemente iniciada cuando aún no
habían concluido las obras, reforma el proyecto inicial para dotar al conjunto
de una mayor riqueza, con un sentido residencial. Es entonces cuando se abren
nuevas comunicaciones interiores entre los diferentes espacios y cuando se
abren amplios ventanales al exterior, que desvirtúan claramente el valor
defensivo inicial. También en este momento se levanta el último cuerpo de la
torre, que no por casualidad es el más profusamente decorado. De ahí que el
resultado nos ofrezca una imagen de un conjunto que es fortaleza, pero de
aspecto palaciego.
Estas dos fases tan
diferentes se corresponden con un importante cambio en la situación política
por la que atraviesa el señorío, y muy especialmente en sus necesidades
defensivas. Tras la concesión de Gahete a don Gutierre de Sotomayor en 1444, la
ciudad de Córdoba no aceptará de buena gana una pérdida territorial tan
importante. Esta resistencia, unida a la situación de Guerra Civil en la que
vive Castilla durante varias décadas, ponía periódicamente en riesgo las
posesiones de los Sotomayor. La situación cambia radicalmente tras la toma del
poder efectivo por parte de Isabel La Católica, que en Córdoba se producirá en
1478. El fin de las guerras civiles vendrá acompañado de un descenso de las
tensiones antiseñoriales. Y es posiblemente en este momento cuando, siendo ya
innecesaria su función defensiva esencial, el castillo empieza a transformarse
en palacio.
La torre del homenaje
alcanza una altura casi desproporcionada o, en cualquier caso, exagerada para
la función defensiva que se supone que debe cumplir el edificio. Y digo que se
supone porque, sobre todo tras las reformas de fines del siglo XV, la función
del castillo sería más representativa que de defensa. En realidad, esta inmensa
mole, profusamente decorada, cumplirá la función de mostrar públicamente el
poder ejercido en la villa por sus señores, los Sotomayor.
El castillo de Belalcázar,
que tiene la consideración de Bien de Interés Cultural, fue propiedad privada
hasta su adquisición por la Junta de Andalucía en enero de 2008. Desde entonces
se han realizado estudios técnicos que, como anunció en días pasados el nuevo
Delegado de la Consejería de Cultura en Córdoba en el curso de su visita a
Belalcázar, se trasladarán a un informe que servirá de base para el inicio de
la restauración del castillo dentro del Plan de Arquitectura Defensiva de
Andalucía. Parece demasiado trámite burocrático, pero la complejidad del
conjunto fortificado lo hace necesario. No necesitamos prisas, que sabemos que
no son buenas consejeras. Lo que necesitamos es que el proyecto de actuación no
se pare. Porque no podríamos soportar el bochorno de no haber sabido evitar la
pérdida de uno de los principales emblemas de nuestra comarca.
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