sábado, 23 de agosto de 2014

La rotonda


Sé muy bien que las normas están para cumplirlas. Lo primero, quizá por ser de letras, lo que te impulsa a ser muy respetuoso con el derecho. Lo segundo, por tener una formación científica que me convenció hace años de que la excepción no confirma, sino que invalida totalmente la regla. Con este bagaje, no resulta fácil enfrentarse al tráfico parisino. Porque aquí se conduce de otra forma. El tráfico no es caótico, sino todo lo contrario: orgánico y bien articulado aunque... con unas reglas que no son exactamente las que uno aprendió en el código de la circulación. Porque, como ya me contaban amigos hace años, sólo así se puede circular en esta ciudad.

He cruzado París de muchas formas. Preferentemente, en metro (que es la forma más lógica de cruzar esta ciudad). Pero también lo he hecho en coche, aunque en pocas ocasiones conduciendo. Hasta hace unos días. Cargado de energía, me atreví a entrar en la madre de todas las rotondas y no sé muy bien cómo, pero al final conseguimos salir ilesos.


Como decía, la de l'Étoile parece la madre de todas las rotondas. Su propio nombre lo indica: es el centro de una estrella que hace que el tráfico de buena parte de la ciudad termine entrando y saliendo (a una velocidad endiablada, eso sí) por aquí. Por una gran rotonda ¡sin carriles pintados! en la que 5, 6, 8 o más coches pueden circular en paralelo, o en órbitas elípticas que describen arcos casi siempre secantes. Desde fuera, desde la acera, parece descubrirse un cierto orden, un "sistema" en la circulación interna.



Pero desde el coche la cosas se ven de otra forma. Rápidamente uno es consciente de que aplicar a rajatabla las normas de circulación en rotondas, las preferencias de paso y los necesarios márgenes de seguridad sólo puede llevarte, en el mejor de los casos, a girar en bucle indefinido como le pasaba a Homer en un viejo episodio de Los Simpsons.

Sobrevivir al aparente caos, salir por donde uno quiere, y además sin daños de consideración parece, de entrada, tarea imposible. Menos mal que el cerebro es rápido y recuerda que, para sobrevivir al tráfico en París hay que tener en cuenta que el otro puede estar obligado a realizar cualquier maniobra imprevista, y confiar en que los demás conductores, todos conocedores de la ley parisina, estarán pendientes de tus maniobras imprevistas. Y es mucho más difícil confiar que estar atentos aunque como no hay más remedio...


Nada más entrar, aplicas la norma y, siguiendo la trayectoria aproximada que te llevará hacia tu salida, te dedicas a acelerar, frenar y cambiar de lugar esquivando y permitiendo el paso a los coches que te preceden, con la confianza de que los que vienen detrás frenarán cuando les cortes el paso...

No sé si algún día me atreveré a repetirlo, pero funciona. Y a veces, me parece que el sentido común puede ser más útil que todos los códigos del mundo. Por eso me deja una duda importante: ¿no siempre es lo mejor seguir a rajatabla las normas establecidas?

miércoles, 20 de agosto de 2014

Niños ¡fuera del museo!


Niños en el Bellas Artes de Córdoba. Foto: Sánchez Moreno para Diario Córdoba
Hace un par de días, un amigo compartió en facebook un enlace que me pareció muy interesante. Con el peculiar título de No lleven a los niños al museo, un artículo del diario El País daba cuenta de la opinión manifestada por Jake Chapman (al que el periódico denomina artista, sin que yo tenga conocimiento suficiente ni para afirmarlo ni para desmentirlo) y recogida a su vez por el británico The Independent sobre la incapacidad de los niños para comprender el arte contemporáneo. Todo artista tiene su dosis de provocación y Chapman, tenga o no algo de artista, indudablemente es un provocador que sabe conseguir titulares. Sabe vender.

La provocación del tal Chapman choca con lo que muchos llevamos décadas intentando: permitir una verdadera accesibilidad a los museos. Tradicionalmente, el museo era un lugar de expertos para expertos, donde el público no especializado no sólo no era tenido en cuenta, sino que podía salir de la exposición sintiéndose despreciado. Yo empecé a trabajar en un museo que aún tenía mucho de este viejo templo del saber, sin actividades didácticas, sin explicación alguna sobre la exposición. Pero a lo largo de los años las cosas han ido cambiando y la función didáctica ha tomado día a día un mayor protagonismo. A imagen, curiosamente, de una costumbre llegada en buena parte de Gran Bretaña.

La imbecilidad soltada por un personaje sin inteligencia o sin escrúpulos (elíjase lo que proceda, que yo ni le conozco ni me quedan ganas de intentarlo) en busca de financiación para sus historias no me habría llevado a escribir esta entrada de no ser porque he empezado a pensar que no se trata de una idea aislada. Me había pasado en algunos museos de arte contemporáneo españoles (ojo: no en todos, pero sí en alguno de los más representativos y dotado con un altísimo presupuesto; uno que está enfrente de una conocida estación de ferrocarril de la capital, por poner un ejemplo; y no digo más que no quiero dar demasiadas pistas). Y lo he visto muy claro también en la "reordenación" (para mí simple desordenación) del magnífico Museo de Orsay parisino. Siguiendo lo que podría ser una tendencia "de verdaderos entendidos", en Orsay han cambiado el tradicional orden basado en estilos y períodos, supongo que por considerarlo caduco y anticuado. Pero para sustituirlo por... nada. Y ahí está el problema. No en cambiar, sino en eliminar el discurso.

Que no se engañe nadie: no creo que la ordenación basada en períodos o épocas sea la única posible. Ni mucho menos. Hace un tiempo ya comenté que una de las exposiciones que más me han impactado se basaba en un discurso articulado únicamente en torno al color rojo. De lo que sí estoy convencido es de que toda exposición, permanente o temporal, tiene que partir de un discurso que sea comprensible por el visitante. Y, por supuesto, de que los museólogos no estamos aquí para demostrar a los visitantes cuánto sabemos y qué ignorantes son ellos. Creo que nuestra principal función profesional es evitar que el vistante salga de nuestro museo o nuestra exposición con la idea de que no está preprarado para entender lo que le ofrecemos. Y con esa sensación salgo yo de algunos museos de arte contermporáneo (repito, de algunos, no de todos). Así salí hace unos dias de Orsay, sin saber por qué Van Gogh estaba en tres salas distintas y separadas, ni por qué uno veía postimpresionismo y neoimpresionismo antes de llegar a la gran galería impresionista. Posiblemente sólo sea porque soy muy torpe, tal vez porque no entiendo de arte contemporáneo, quizá porque iba con los niños... pero no llegué a descubrir qué me han intentado contar los responsables del museo al cambiar un orden que quizá fuera anticuado y tradicional, pero que resultaba muy claro para el visitante medio. Y tengo la sensación de que no han cambiado el discurso, sino que simplemente lo han eliminado. En definitiva, que no tienen demasiado interés en que gentes como yo nos acerquemos a comprender lo que saben gentes como ellos.

Aunque al fin y al cabo, como me comenta Esther, puede que lo único que asuste a gentes como Chapman y algunos museólogos sea que, como en el cuento del nuevo traje del emperador, los niños sean quienes puedan darse cuenta de lo absolutamente falsos y vacíos que resultan algunos iluminados y sus propuestas.

El adorado Emperador: la museología, en calzoncillos.