jueves, 30 de agosto de 2012

Incendios - y II.

Como siempre, genial Forges.
[Viene de la entrada anterior]

En su lucha contra los incendios forestales, tanto el concejo de Córdoba como los de las villas dependientes de la ciudad establecerán unas importantes penas para los culpables, que una disposición de 1490 identifica con claridad: son culpables del incendio tanto el pirómano como el instigador, "el que la ençendió o a quien lo mandó". Excluyendo, de manera expresa, "al vecino de un lugar nin de otro por ençender lunbre para su guisar de comer o para sus neçesydades", siempre que haya tenido cuidado en dejar "puesta la lunbre en oyo fecho en el suelo". Y las imprudencias se pagan: en 1495 el concejo de la ciudad establece una pena de 30 azotes para quien encienda fuego al pie de un árbol.

Estas penas de azotes se generalizaron en la zona cordobesa en 1497, cuando se modifican las ordenanzas para sumar a la pena pecuniaria 30 azotes públicos para quienes causaran un incendio en monte o dehesa. Aunque no son estas las penas más duras: dos años antes, ante el peligro que corría un espacio tan importante como la Dehesa de la Jara, los Reyes Católicos aprobaron una nueva normativa cordobesa que resulta especialmente llamativa, y que no puedo resistirme a transcribir:

"(…) Que entre otras cosas mandaron que las dichas villas fuesen obligadas de poner guardas en los dichos montes, e que al que tomasen poniendo algún fuego en ellos, que lo prendiesen e truxesen preso a la cárzel de la dicha çiudad de Córdoua. E que si se probare que a sabiendas pusieron el dicho fuego, que sea hechado en él e quemado, e perdiese todos sus vienes por pagar el danno que asy el dicho fuego hiziere".

Sin embargo, ya en la época se reconocía la dificultad que existía para encontrar a los culpables, por lo que se consideraba necesario mantener un eficaz sistema de vigilancia: los concejos de las villas deben nombrar guardas para montes y dehesas entre el 1 de junio y el día de San Miguel de Septiembre en cada año. Y si estos guardas fueran negligentes, se exponen a las mismas penas previstas para los pirómanos, incluida la de ser echados directamente en el fuego.

Durante toda la Edad Moderna siguieron sucediéndose incendios en la dehesa, con la consiguiente persecución de los pirómanos. En 1696, Miguel Muñoz Calero provocó un gran incendio mientras quemaba rastrojos, que afectó tanto a la Dehesa de la Jara como a la dehesa boyal de Pozoblanco. Huido por miedo a la justicia, sólo se entregó tras serles embargados todos sus bienes, tanto a él como a sus hijos. Una vez detenido, se le impuso la fuerte multa de 1.000 reales de vellón, además de la obligación de plantar a su costa en la Dehesa de la Jara 6.000 chaparros. Y se estableció, como venía siendo habitual desde tiempo atrás, que ningún vecino pudiera obtener aprovechamiento alguno de lo quemado.

Esta medida de prohibir los aprovechamientos fue, sin duda, la más eficaz si no para eliminar, al menos para limitar el número de incendios provocados. El mecanismo es simple: si el interés económico suele estar en el origen de la mayor parte de los incendios provocados, eliminando las posibilidades de aprovechamiento eliminaremos también el interés de los pirómanos y, con él, el número de incendios. Medidas de este tenor existían en Córdoba desde la Baja Edad Media. Durante los años finales del siglo XV, cuando el problema de los incendios parece ser especialmente duro en tierras cordobesas, el concejo de la ciudad amplía hasta los dos años los 30 días durante los que quedaba prohibido entrar con ganados en montes quemados, como así mismo el aprovechamiento para hacer carbón de la madera quemada. Porque hace 500 años nuestros antepasados tenían claro algo que algunos intentan que no recodemos: mientras haya quienes se lucren con los incendios, seguirá habiendo pirómanos. Y los culpables no serán sólo autores materiales e instigadores sino también quienes, habiendo tenido la oportunidad de poner los medios para evitarlo, no han querido hacerlo.

Me queda la duda de si esto daría para una novela negra, como proponen los guionistas valencianos. Porque a lo mejor es todo tan evidente que se haría demasiado difícil mantener la necesaria intriga.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Incendios - I


Nos acercamos al final de otro verano en el que las noticias económicas han compartido espacio con las típicas chorradas veraniegas (este año, la palma puede llevársela una relacionada con el Patrimonio Histórico: la "restauración" del Ecce Homo de Borja) y con las siempre preocupantes estadísticas sobre los incendios forestales. Un grupo de guionistas valencianos nos ofrecen una visión personal muy interesante en su blog. Y, al hilo de la pretensión de la Generalitat Valenciana de eliminar la prohibición de construir en suelo quemado, se dejan llevar por su profesión para proponer una película que no debería responder a los tópicos del cine de catástrofes, sino más bien al clásico cine negro. Traduciendo: no se trata de graves accidentes, sino de crímenes cometidos por asesinos profesionales.

Tras la lectura del artículo, se me ha ocurrido a mí también dejarme llevar por la deformación profesional y hablar un poco sobre la lucha contra los incendios forestales en épocas pasadas. Porque, aunque a veces tengamos la tentación de pensar que todo se ha inventado en nuestra época, ya desde la Edad Media podemos rastrear medidas tendentes a proteger los montes de los dañinos incendios forestales. Intentaré ofrecer algunos ejemplos cercanos, referidos a la comarca de Los Pedroches.

Para proteger el monte, la dehesa, de los incendios, lo primero que necesitamos es tener la clara conciencia de la importancia de ese medio natural. Y eso es algo que ha existido históricamente en nuestra tierra. La extensísima Dehesa de la Jara proporcionaba a los antiguos habitantes de Los Pedroches no sólo un inconfundible paisaje, sino también una forma de vida, al ofrecerles bellota para los cerdos, pastos para vacas y ovejas, espacio para las posadas de colmenas, caza, leña, corcho, madera, picón, ceniza necesaria para la fabricación del jabón, etc. Su conservación era esencial para la economía de la zona. En 1352 se reunieron en la ermita de San Benito de Obejo representantes de las diferentes poblaciones del norte del Reino de Córdoba, para tomar  medidas tendentes a la protección de los montes. Entre ellas, sin duda estaría el nombramiento de guardas, que ya se documentan en 1423 a través de las cuentas del concejo de Hinojosa.

La dehesa podía perderse por sobreexplotación, principalmente por las cortas y talas abusivas, pero el mayor peligro eran los incendios veraniegos. Unos incendios que, en buena parte, y al igual que sucede hoy en día, eran provocados. Aunque evidentemente no es fácil determinar las causas de los incendios, los intereses económicos parecen haber sido históricamente los que han movido más a los pirómanos. Durante la Baja Edad Media, agricultores que pretenden ampliar sus campos de labor (como ocurrió con unos campesinos de Torrecampo en 1480), y carboneros a los que el incendio facilita su trabajo (como recogen las ordenanzas de montoro en 1494 y denuncian en 1495 los propietarios de colmenas de Córdoba y su tierra) son los primeros sospechosos de causar los incendios. A los que habría que sumar también a los agricultores que queman imprudentemente los rastrojos.

[Continúa en la entrada siguiente]