lunes, 27 de junio de 2016

Iter - 5. Desmontando


Por definición, toda exposición temporal tiene fecha de clausura. En esta ocasión, aunque prorrogada, la nuestra cerró sus puertas definitivamente ayer domingo, 26 de junio. Durante los meses en los que ha estado abierta al público ha recibido un buen número de visitas (como corresponde a un periodo de temporada alta para el turismo en la ciudad, y un tiempo de comenzar a vivir la calle, a recibir visitas y a pasear para los cordobeses). No tengo estadísticas, pero de todas formas no me obsesiona hacerme con ellas, puesto que creo que es más importante valorar la calidad que la cantidad de las visitas. Pero ¿cómo valoramos el grado de satisfacción del público visitante? De todas las formas posibles, me sigo quedando con el contacto directo.

Además de recibir comentarios de amigos y conocidos, durante estos últimos meses he tenido la oportunidad de visitar la exposición con varios grupos diferentes. Y eso me ha permitido tener una mínima aproximación a la imagen que transmitía la muestra. Y creo que podemos estar satisfechos. La idea general es muy similar a la que transmite Antonio Merino en una entrada de Solienses: decepción inicial, al comprobar el reducido tamaño de la sala, que se va transformando poco a poco al tomar conciencia de la cantidad y calidad de las piezas expuestas. Y todavía quedan opiniones por recoger (invito a quien haya visitado la exposición a dejar la suya como comentario, si le apetece).

Esta mañana hemos desmontado la exposición. Como trabajo, lo cierto es que resulta menos duro que el montaje. Todo está en su sitio, y cada pieza tiene su espacio perfectamente definido ya en las cajas de transporte. Incluso la documentación resulta fácil de cumplimentar: los datos del acta de devolución de manteriales son los mismos que aparecían en impresos de préstamo o actas de entrega. Sin embargo, el hecho de que sea un trabajo más fácil no significa que sea más gratificante. Al contrario, desmontar una exposición que tanto trabajo costó diseñar y ejecutar es una experiencia agridulce. Porque tiene lo dulce de finalizar un trabajo, de cerrar un captítulo de la programación anual, y de ver de nuevo los objetos convenientemente conservados en su lugar del almacén (todo movimiento de objetos supone un riesgo para la conservación, por más que intentemos minimizarlo, y el regreso al museo solemos recibirlo quienes trabajamos en este mundo con un incontrolado suspiro de alivio cuando podemos terminar el informe con el consabido "sin que haya que señalar ninguna incidencia"). Pero también te queda algo de penilla, para qué negarlo. La pena de ver finalizar un proyecto en el que has puesto horas, esfuerzo y, sobre todo, mucha ilusión.

Nos queda al menos el consuelo de pensar que puede haber quien haya disfrutado, quien haya aprendido algo, quien se haya dejado sorprender. Porque para eso trabajamos.

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