miércoles, 3 de octubre de 2012

Frío


La sensación era de frío absoluto. No porque la temperatura fuera excesivamente baja (al fin y al cabo, estábamos todavía en agosto), sino porque el aire y la llovizna nos golpeaba a la vez los chubasqueros y el alma. Algún tiempo después de la visita, pude leer cómo uno de los supervivientes, el ex-ministro de cultura Jorge Semprún, hablaba del viento glacial del Ettersberg -un viento de una eternidad mortífera, que sopla sin cesar, incluso en primavera-.

He visitado muchos lugares históricos, muchos escenarios de batallas. Desde Alarcos a Waterloo. Pasando, naturalmente, por mi pueblo, Pozoblanco, donde tuvo lugar una de las más largas y cruentas batallas de la Guerra Civil. Y, quizá porque mi formación fue todavía la de aquella licenciatura conjunta de "Geografía, Historia e Historia del Arte", creo que los lugares, los espacios, son algo más que un simple marco, y suelen convertirse en un elemento fundamental para comprender la historia. Por eso había aspectos del holocausto nazi que no llegué a ver claras hasta observar la enorme explanada donde se asentaba el campo de Buchenwald.

Porque Buchenwald es hoy, fundamentalmente, una explanada. Abierto en julio de 1937 en las cercanías de Weimar, este campo acabaría convirtiéndose en el más grande de Alemania. Estuvo destinado en un principio a prisioneros políticos varones, aunque muy pronto comenzarían a llegar también judíos. A pesar de que nunca fue un campo de exterminio, los trabajos forzados y la crueldad en el trato a los prisioneros provocaba una altísima mortalidad, a la que habría que sumar los frecuentes asesinatos selectivos. En 1941 comenzó a ser escenario de tremendos experimentos "médicos". El 11 de abril de 1945, después de que los prisioneros amotinados se hubieran hecho con el control del campo, las tropas americanas liberaron Buchenwald (más información sobre el campo, aquí o aquí).

¿Cómo podía pasar algo así desapercibido? ¿Cómo nadie veía algo tan grande, tan cerca de Weimar? ¿Cómo nadie sabía qué pasaba con los deportados? ¿Y los soldados? ¿Eran todos unos tarados asesinos ? Desde la explanada, sintiendo el viento frío de finales del verano, uno empieza a comprender que los silencios fueron hijos del miedo y del egoísmo. Son los judíos, extranjeros al fin y al cabo, y se los llevan fuera de nuestra tierra, pensarían los vecinos; son peligrosos criminales, los enemigos de la patria, agrupados en este campo especial, pensarían algunos de los soldados. Nadie veía, porque nadie miraba. Y esta es una realidad que yo sólo comprendí enteramente desde la fría explanada de Buchenwald.

Tras salir del campo, el frío seguía acompañándonos. Porque esa sensación no venía del viento, ni de la llovizna, sino de la certeza de que, como afirmara Semprún, "nada garantiza que eso no se reproduzca". Y nos asustamos al mirarnos a nosotros mismos porque quizá nos veamos muy lejos de los asesinos, pero no tanto de quienes miraron para otro lado.


1 comentario:

Anuncia dijo...

Cuando visité este campo de concentración, se me erizó hasta el corazón. Lo mismo que he sentido al leer esta entrada. Fenomenal descripción: así de frío, así de duro, así de trágico. Ademas de historiador eres un extraordinario escritor.
Un beso